viernes, 2 de febrero de 2018

Ojalá...

Ojalá las heridas del corazón se pudieran curar con agua oxigenada y una tirita de dibujos, como las que nos ponían nuestras madres de pequeños.
Ojalá las heridas del corazón fueran como los rasguños que se hacen los niños cuando se caen, y si actuáramos como ellos: se caen, echan un par de lagrimas y a seguir jugando, todo sería más fácil.
Ojalá todo fuera tan fácil.
Ojalá siguiéramos siendo pequeños. Pero crecemos, y las heridas son más profundas y tardan más en cicatrizar, porque siempre hacemos algo que, cuando se está terminando de curar, vamos nosotros y volvemos a abrirla. Y otra vez a sangrar...Y otra vez a esperar para que se cierre... Somos así de masocas, ¿qué le vamos a hacer?
Pero lo peor no es que tarden en cicatrizar, sino lo que se queda dentro de la piel cuando termina por cerrarse: las infinitas sonrisas regaladas por la persona que (aún) quieres, las horas grises, los abrazos, millones de palabras... Los inmensos recuerdos que nos deja una persona que se ha marchado. Eso sí que no se borra. Eso se queda bien grabado en nuestra piel.

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